Era una tarde oscura y lluviosa.
Sarita había terminado de enterrar los restos de la niña Patricia y se dirigía
a casa de Pablito para acabar de pasar la tarde con él.
-Ven Pablito, ven conmigo. Tengo
algo para ti.
-Es un poco tarde. Mi mamá me
regañará si no estoy en casa pronto.
-No te preocupes por tu mamá. Ya
me encargaré yo de que no te regañe nunca más. Ahora quiero que vengas conmigo.
Quiero mostrarte algo.
Y Sarita llevó a Pablito a su
lugar secreto. Al lugar dónde se escondía cuando el resto de niños del pueblo
estaban en la escuela. Era una antigua fábrica de plumeros abandonada, dónde
las ratas y las cucarachas vivían a sus anchas. Enterrados dentro de la fábrica,
estaban los cuerpos de los padres de Sarita, del despiadado y cobarde Francisco
y de Patricia, la cotorra insufrible.
-Cierra los ojos, Pablito. Tengo
algo para ti.
Sarita aún llevaba consigo la
navaja con la que había degollado a Patricia.
-He dicho que cierres los ojos.
Un tembloroso y algo asustado
Pablito, al que nunca le gustaron los lugares abandonados, cerró los ojos.
Sarita se acercó lentamente a él.
Se aseguró una vez más de que su navaja permanecía en su bolsillo, y besó al
niño en los labios.
Un sorprendido y sonrojado
Pablito, al que siempre le gustaron las sorpresas agradables, abrió los ojos.
-Me gustas, Pablito.¿ Quieres ser
mi novio?
-Sí.
Los dos niños se miraron a los
ojos sonriendo y se besaron una vez más mientras juntaban sus manos. Unas,
delicadas, las otras… terriblemente fuertes.
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